El 1 de noviembre, Bolivia se detiene para abrir su corazón al reencuentro espiritual más esperado del año. En cada casa, el aroma a pan recién horneado y a incienso anuncia que los seres queridos están de vuelta, aunque solo por un día.
Las familias preparan con esmero la mesa de Todos Santos, un altar cargado de símbolos y afecto. Las t’antawawas con rostros sonrientes representan a los visitantes que llegan del más allá; las escaleras de pan marcan el camino de ida y vuelta; las velas iluminan la travesía, y las flores perfuman la bienvenida. No falta el agua fresca ni las frutas, porque toda alma, dicen, llega con sed y hambre del largo viaje.
Durante dos días, las casas se convierten en templos de memoria. Las oraciones se mezclan con risas, las historias reviven, y los cementerios se llenan de música, comida y colores. Es el único momento del año en que la tristeza se transforma en gratitud, y la ausencia en presencia.
El 2 de noviembre, al caer la tarde, llega el momento de despedir a las almas con la promesa de volver a encontrarse. Se “levanta la mesa” entre oraciones y lágrimas contenidas. Así, Bolivia reafirma su manera única de entender la muerte: no como final, sino como un puente de amor que nunca se derrumba.