A más de 4.000 metros de altura, donde el frío corta la respiración y la tierra parece tocada por otro planeta, se esconde una maravilla natural que parece sacada de un sueño: la Laguna Colorada. Pero más allá de su fama turística, este espejo andino esconde secretos científicos, fenómenos biológicos y un delicado equilibrio ecológico que la convierten en una joya viva del altiplano.
Su color rojo intenso no es producto de magia, sino de una sinfonía entre microorganismos y minerales. Las algas Dunaliella salina, que florecen en sus aguas salinas, liberan betacaroteno, un pigmento que transforma la laguna en una paleta de tonos escarlata, naranja y rosa según la hora del día y la temperatura. Es este mismo proceso el que alimenta a miles de flamencos, que encuentran en sus aguas un buffet de vida y un hogar para reproducirse.
Cada año, más de 25.000 flamencos andinos, chilenos y de James llegan a estas tierras inhóspitas, convirtiendo la laguna en un espectáculo de alas y colores que contrasta con el paisaje árido y volcánico que la rodea. El imponente cerro Colorado y el volcán Apacheta la vigilan como centinelas ancestrales, mientras los visitantes quedan hipnotizados por la danza natural de aves y viento.
Incrustada dentro de la Reserva Nacional Eduardo Avaroa, muy cerca de la frontera con Chile, la Laguna Colorada no es solo una postal impresionante. Es también un termómetro ambiental que alerta sobre el impacto del cambio climático y la fragilidad de los ecosistemas de altura. Hoy más que nunca, proteger este santuario natural es proteger una parte esencial del alma boliviana.
