El nombre de Arturo Murillo vuelve a sonar en los tribunales y no precisamente por logros políticos. El exministro de Gobierno enfrenta su cuarta detención preventiva en menos de dos semanas, un récord que lo coloca como símbolo de la corrupción y el abuso de poder en la gestión pública boliviana.
La última medida judicial lo envió nuevamente a San Pedro, acusado de legitimación de ganancias ilícitas. La Fiscalía sostiene que Murillo habría obtenido recursos irregulares durante la compra de gases lacrimógenos entre 2019 y 2020, ocultándolos en cinco cajas de seguridad y blanqueándolos mediante la adquisición de inmuebles con la complicidad de familiares y excolaboradores.
A este caso se suman los procesos conocidos como “gases Brasil”, “catering” y “gases Ecuador”, que también derivaron en órdenes de reclusión. La concatenación de estas detenciones refleja no solo la magnitud de las acusaciones, sino también la fragilidad institucional que permitió que un exministro acumule tanto poder sin control.
Murillo, que alguna vez ocupó uno de los cargos más influyentes del gabinete, se ha convertido hoy en el ejemplo más claro de cómo el ejercicio político puede transformarse en un camino directo a la cárcel.